Noticias Ambientales
ENCERRADOS DEL LADO DE AFUERA
Por Héctor José Fasoli
Doctor en Química, docente e investigador,
especializado en temas ambientales.
Premio Konex de Platino en Ciencia y Tecnología.
Hasta fines de los años 1990, era raro ver en Buenos Aires edificios de departamentos con seguridad privada, lo que ya era común en varios países de Sudamérica. Muchos domicilios reforzaron sus entradas con gruesas rejas tanto en la ciudad como en el Gran Buenos Aires debido al aumento de la inseguridad, medida que, sin embargo, no impiden delitos como las “entraderas”.
Presos adentro y afuera
Desde hace no muchos años somos testigos de un nuevo fenómeno: edificios públicos con sus perímetros enrejados y hasta parroquias y templos con sus atrios clausurados por gruesos barrotes. Aun los diminutos zaguanes que separan la puerta de entrada de la línea de la acera de muchas casas se encuentran cerrados con portezuelas de metal de diferentes alturas. Tanta parafernalia metálica tiene un propósito común: aislar esos sectores de la presencia de “personas en situación de calle”, como la sociología políticamente correcta denomina a quienes, por las razones que fueren, habitan nuestras grandes ciudades, sin techo, pero también sin cama limpia, sin acceso a una alimentación sana, al aseo ni al uso de sanitarios.
La ciudad encierra a los menesterosos entre sus confines y sus paredes, en tanto que el resto nos separamos de ellos refugiándonos del lado de adentro de esos mismos muros de casas privadas y edificios públicos.
Donde vive la indigencia
Los cajeros automáticos de los bancos se han transformado en monoambientes para muchas de estas personas. Sé que hay quienes no entran de noche a extraer dinero por miedo a que los roben. Yo enfrenté dos sentimientos diferentes, pero curiosos: una vez no entré al cajero para no despertar a quien dormía; otra vez, que noté algún movimiento, entré, nos saludamos e hice mi transacción.
Los pasajes de las estaciones de subterráneo son otros sitios que funcionan como dormitorios cotidianos. Allí, tal vez por la condición del habitante nocturno -muchas veces personas ebrias o drogadas- el ambiente resulta más sucio y despierta temor.
Las marquesinas de los comercios sirven de techo a familias enteras que despliegan sus colchones y sus escasos enseres para pasar allí la noche y parte del día.
Verdades a medias
Pero siempre está el muro, la vidriera o la reja para encerrarlos del lado de afuera, en ciudades desaprensivas, ciegas, sordas y mudas: de un lado el calor del hogar, del otro el frío que corroe el alma aun en la noche más calurosa.
Ahí están ellos, personas que se han vuelto personajes, o -como parecen opinar algunos gobernantes- que se han transformado en parte del paisaje urbano, en actores de un drama cotidiano que, de tan recurrente, se ha naturalizado.
“Nadie hace nada”, dicen algunos; “no quieren vivir en los paradores porque les roban”, comentan otros; o simplemente está el que dice que “viven así porque quieren”. Tres de tantas afirmaciones que tal vez apenas sean apreciaciones puntuales, menos representativas que las encuestas de los movileros de la radio o la TV.
Los números de la calle
Solo en la ciudad de Buenos Aires hay más de 8.000 personas en situación similar y alrededor de unas 5.000 en alguna de las condiciones descriptas en esta nota (estas son cifras extraoficiales, las oficiales son menores). Son pocos para una ciudad populosa como Buenos Aires, aunque uno solo ya sería demasiado. Son pocos para que los gobiernos no tomen la decisión de hacer algo: en no mucho más que dos manzanas se pueden construir habitaciones individuales de veinte metros cuadrados con baño y cocina; si se trata de familias, el espacio total es proporcionalmente menor (cuatro personas pueden vivir en cuarenta metros cuadrados con habitaciones individuales). Un sistema de hotelería digna, limpia y segura donde cada uno podría aportar lo suyo para ganar su plato de comida y, sobre todo, los chicos ir a la escuela y jugar, jugar el resto del tiempo.
Colofón modesto
Esta columna no es de propuestas. Ni siquiera es de buenas ideas. Tal vez (y muy probablemente) no tenga ideas, buenas ni malas. Nos pidieron hace dos años que habláramos del ambiente. Somos consecuentes con este propósito y coherentes con nuestra posición: como dijimos desde el principio desde estas notas, nuestro ambiente es, sobre todo, el prójimo.
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